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los cuentos del francotirador

El mono borracho en el ojo del dragón

El mono borracho en el ojo del dragón

Aquel grupo de amigos llevaba horas en el bar, la mesa se encontraba cubierta de vasos de chupito vacíos; mejor dicho, cubierta con todos los vasos de chupito del bar. Las botellas de tequila del bar también se encontraban vacías, pero sus cerebros no; sus cabezas bullían con la urgencia de un incendio, explotaban y volvían a explotar. Un rotulador grueso. Una cabeza rapada. Dibújame un delfín, dijo; no, te voy a dibujar un dragón, respondió. Sí, mola, un dragón.

Se levantó pronto, en el suelo del descansillo de su casa, su cabeza un saco de boxeo, la noche anterior un vago recuerdo; observó su rostro desconocido en el espejo, se lavó la cara, decidió no ducharse: tenía muchas cosas que hacer esa mañana, maldición.

Se dirigió, sombra silenciosa en el bullicio de un miércoles, a la tienda donde trabajaba su madre; saludó a las dependientas de la tienda, su madre le entregó las facturas que debía llevar al banco, se despidió de ella, se despidió de las dependientas.

Cruzó la ciudad, absorto, piloto automático activado; llegó al banco.

Se puso en la cola, esperó pacientemente, no tenía prisa; Entregó las facturas, se reunió con el interventor, negociaron el crédito.

Salió del banco, se dirigió a la gestoría con cierta urgencia cruzando de nuevo la ciudad, las fuerzas flaqueaban.

Habló con el gestor, entregó los papeles del banco. Se despidió, salió de nuevo a la calle.

El sol del mediodía le agarró por el cogote, le corrió a collejas hasta su casa; dormir, recitaba en su cabeza como un mantra.       

Llegó a casa, se encontró a su hermana. Hola, dijo su hermana. Ehf, dijo él. Llevas algo en la cabeza, dijo su hermana. Ah, sí, es un dragón, dijo él.

No, no es un dragón, dijo su hermana; hay algo escrito en letras grandes.

Qué, dijo él. 

Chupo pollas, leyó su hermana.

 

El banco le concedió el crédito.

 

Luna de sangre sobre la fortaleza de la noche

Luna de sangre sobre la fortaleza de la noche

Llegó la noche esperada. La hora de la verdad. Ivan encendió su ordenador. El fondo de su escritorio, con el emblema del equipo Ragnarok, le dio la bienvenida, recordándole porqué estaba un viernes por la noche, a sus dieciséis años, ante su computadora de última generación.

Hoy tendría lugar el combate. Era la hora de las tortas. Gloria o vergüenza. Victoria o muerte. Aquel atajo de subnormales de los Señores del Abismo llevaban ya varias semanas lanzando sus retos a través de la red, pidiendo la revancha de aquel glorioso día en que, en la final por equipos del shoot´em up “Blood Moon”, el equipo Ragnarok exterminó a los Señores del Abismo tras un encarnizado combate, que ha quedado para los anales de los torneos on- line por su espectacularidad y salvajismo. Ahora, las heridas habían cicatrizado pero no se había saciado la sed de venganza, por lo que los Señores del Abismo exigían su derecho a un nuevo enfrentamiento.

No se trataba de un combate oficial, que recompensara al vencedor con una mejora en sus estadísticas y un ascenso en el ranking, sino un duelo promovido por el rencor de los Señores del Abismo, y aceptado por la arrogancia del equipo Ragnarok. Cada uno de los ocho participantes en su casa. Cuatro por equipo. Servidor: Inferno. Escenario y armas disponibles: a elección de los retados. Sin límite de tiempo. Sin medipacks que repongan la energía perdida. A muerte.

La noche se presentaba bien. Tan solo faltaba un detalle: la música. Ivan dudaba. Rammstein le proporcionaría ritmo salvaje, furia ciega, y la sensación de inmortalidad que todo fragtrooper necesitaba para enfrentarse a las balas; por otro lado, Marilyn Manson le sumiría en aquel estado de semitrance en el que un sanguinario e indiferente asesino, de gran puntería, tomaba el control de su ratón: mientras le quedaran cartuchos, no perdería jamás la siniestra sonrisa de tiburón que se dibujaba en su rostro ante la perspectiva de una buena carnicería. Así pues, Marilyn Manson. Y a tope. Al fín y al cabo, sus padres no llegarían a casa hasta bien entrada la madrugada (¡ bendita cena de empresa!), y no molestaría a nadie si subía demasiado el volumen de su minicadena.

O a casi nadie.

El señor Leandro se despertó sobresaltado. Al parecer, las puertas del infierno se habían abierto en el comedor donde dormitaba tranquilo, y solo cuando comprobó que el estruendo venía de la habitación de su nieto, se levantó del butacón de skay rojo. Cachis la mar... por culpa de la siesta se había perdido Cine de Barrio. Recachis...

El anciano abrió la puerta en la que un cartel prohibía entrar. En la penumbra de la estancia, solo rota por el brillo del monitor, y acentuada la sensación claustrofóbica a causa de la ensordecedora música, destacaba la silueta de su nieto, recortada contra la luminosidad de la pantalla. Ivan no se percató de su presencia hasta que fue demasiado tarde: un leve contacto de la mano del señor Leandro sobre el hombro del adolescente bastó para que este saltara, sobresaltado, de su silla.

Si la música hubiera estado más baja, Ivan sabría que su abuelo, comprensivo y con ganas de comunicar su sabiduría al más joven de su clan, trataba de decirle que no entendía como, a su edad, malgastaba una noche, sin sus padres en casa, delante del ordenador, en lugar de organizar un guateque de los buenos con sus amigos del instituto. Y sus amigas, claro. ¿Ya le había contado que él, de joven, era muy apuesto, y se las llevaba a todas de calle? ¡Qué gran noche aquella que pasó en la Cala del Moro con Edith, la bonita francesita que todos los mozos codiciaban! Era tan guapa... pero el volumen de la minicadena estaba al máximo, e Ivan se limitó a asentir de manera indiferente mientras, con el mando a distancia, bajaba imperceptiblemente la voz. Sí, abuelo, sí. El señor Leandro sonrió complacido y, con paso lento, salió de la habitación.

A lo que íbamos. Excelente. La conexión se estableció con rapidez. Hasta hacía apenas unas semanas, Ivan utilizaba el pc que su padre tenía en su despacho, pero ahora, con su nueva y flamante máquina, la respuesta era instantánea. El lag no le cogería desprevenido.

Todo estaba dispuesto. Escenario: La Fortaleza de la Noche. Un opresivo y laberíntico mapeado representando la compleja estructura de un asentamiento alienígena. Éste recordaba al entramado de tortuosas calles que componen, siniestra ucronía, un barrio gótico, en cuyo centro se alzaba, imponente, la blasfema Catedral de la Carne Muerta. Armas de inicio: cuchillo de supervivencia y automática. Dos cargadores. Armas disponibles: escopeta de dos cañones recortada, subfusil, ametralladora pesada, rifle láser y lanzacohetes. Equipo Ragnarok, uniforme gris; Equipo Señores del Abismo, uniforme negro.

Dos minutos para la medianoche. Empieza el juego.

Kaos ( Ragnarok) ................................................... entered the game

Bien. Muy bien. Has aparecido en la Catedral de la Carne Muerta.

Smokingdelux ( Ragnarok) ..................................... entered the game

The last czarcian ( Ragnarok) ................................ entered the game

Inmortal ( Ragnarok) .............................................. entered the game

Lecter ( Señores del Abismo) ................................ entered the game

Ejecutor ( Señores del Abismo) ............................ entered the game

Buliwyf ( Señores del Abismo) .............................. entered the game

Paladin ( Señores del Abismo) ............................. entered the game

Lo primero es lo primero. Envías tu mensaje.

kaos: sin piedad con estos hijos de perra Ragnaroks

the last czarcian: haw haw haw!

lecter: nos vais a comer el rabo en dos tiempos capullos

smokingdelux: despues de que me cague en tu boca imbecil

La cosa promete. Pero pasemos a la acción: dispones de algún tiempo antes de tener un primer encontronazo, por lo que te diriges al altar/ mesa de sacrificios de la impresionante catedral, donde sabes que aguarda la siempre fiel escopeta de dos cañones recortada (“chata” para los amigos, “putada” para los enemigos). Inconvenientes: poco alcance y baja cadencia de fuego. Ventaja: puedes disparar, si lo deseas, los dos cartuchos a la vez, con lo que dispones de una capacidad destructiva destacable. Con el lote, diez cartuchos. Y todos llevan escrito el nombre de un señor del abismo.

Sincronicemos los relojes: debes reunirte con Smokingdelux en el callejón que hay a la izquierda de la Plaza del Odio, justo enfrente de la catedral. Esta plaza suele estar bastante concurrida por los jugadores debido a su localización céntrica, y el callejón permite la posibilidad de tender salvajes emboscadas, además de ser fácilmente defendible. Inmortal, por su parte, ocupará la catedral en la que ahora te encuentras, con la orden expresa de salir a la plaza en caso de que el edificio sea invadido por cualquier señor del abismo, donde será presa fácil de vuestra trampa. The Last Czarcian prefiere ir por libre, pero no tenéis inconveniente. También él sonríe como un tiburón.

Sales a la empedrada plaza. El cielo, encapotado de nubes rojas, amenaza tormenta (aunque nunca llueve). Cruzas la plaza hacia el callejón. No te gustan los espacios abiertos. Eres un blanco fácil.

En el callejón te espera ya Smokingdelux, armado con un subfusil.

paladin: donde estais escondidos mamones?

kaos: en el coño de tu madre joputa

Ves a Inmortal entrar en la catedral. El cebo está puesto. Tan solo hace falta que piquen los besugos.

Lobo solitario ................................................. entered the game

¿ Eh?¿Quién coño es Lobo Solitario?

lecter: ya estais haciendo trampas cabrones?

kaos: no es de nuestro equipo, mamon

ejecutor: quien eres lobo solitario?

lobo solitario: el que os va enviar a todos al infierno

Vaya, vaya, vaya. Un intruso ha entrado en el servidor. Y, además, va de guays. ¿ Quién coño le ha invitado? esta era una partida restringida...

inmortal: asi que se nos ha colado un lobo ¿ donde tienes a caperucita, kbron?

lobo solitario: en mi punto de mira, inútil

lobo solitario kills inmortal

Joder.

Se ha cargado a Inmortal.

¡Está en la catedral!

Va a saber lo que es bueno. Cargas contra el siniestro edificio. Tu recortada está preparada para interpretar su canción de muerte.

smokingdelux: esta partida no vale. se ha cargado a uno de los nuestros

paladin: largate lobo esto es un duelo privado

Entras en la catedral, y avanzas, oculto tras las columnas, hacia el altar. El cuerpo sin vida de Inmortal yace en el virtual suelo. Su asesino ya no se encuentra aquí.

lobo solitario: tenéis miedo

smokingdelux: los cojones. pero estas ayudando a los señores del abismo. sois cinco contra tres

lobo solitario kills paladin

lobo solitario: os mataré a todos

Qué hijo de puta. Es muy bueno.

lecter: por mi no hay problema. le da mas emocion a la partida

the last czarcian: te vamos a poner mirando a triana, lobo solitario

Así sea. A por ellos. A por todos.

kaos: cambio de planes smokingdelux

smokingdelux: nos vemos en el infierno kaos

Y el infierno te seguía. Sales de la catedral por la puerta que hay en el ala derecha. La sonrisa de tiburón ilumina tu rostro. El anticristo superstar te da su bendición. Cuando llegas a la plaza de la estatua, descubres el lugar donde la muerte sorprendió a Paladin. Te deja en herencia un subfusil y ciento cincuenta balas. Deduces por ello que no tuvo tiempo de apretar el gatillo.

¡Joder! ¡Alguien te está disparando! Encuentras refugio tras unos contenedores, y localizas a un tirador apostado tras una esquina. El cabrón lleva una ametralladora pesada. Disparas una ráfaga y vuelves a agazaparte. Han cesado los disparos.

Seguramente, el muy mamón pretende sorprenderte, dando la vuelta a la manzana de tu derecha. Así que vuelves por donde has venido, y te escondes tras la catedral. Efectivamente, al cabo de un instante pasa corriendo, cerca de ti pero sin verte, un señor del abismo armado con una ametralladora pesada. Va a pillar la del pulpo. Corres tras él. Te colocas a su espalda. Escondes el subfusil y empuñas la recortada. Disparas los dos cartuchos a la vez.

kaos kills ejecutor

smokingdelux: como un campeon

La ametralladora pesada es tuya.

buliwyf kills the last czarcian

La cosa se pone seria. Tú y Smokingdelux, contra los dos señores del abismo que quedan. Y el puto lobo estepario, o como mierdas se llame. ¿Y quien demonios tiene el lanzacohetes?

smokingdelux kills buliwyf

smokingdelux: bonito trabajo en equipo, kaos

¿Eh?¿ Qué coño dice este tío?

lobo solitario kills smokingdelux

¡Maldito hijo de puta! ¡El muy cabrón lleva un uniforme gris!

Regresas a la Plaza del Odio. Los cuerpos inanimados de Smokingdelux y Buliwyf duermen, sobre el frío suelo, el sueño del guerrero. Sus armas, un subfusil y una ametralladora pesada, flotan sobre sus cadáveres. Muévete. Aquí eres un buen blanco.

Alguien piensa lo mismo. Un cohete pasa muy cerca de ti, explotando a tus espaldas. Lecter está en el otro extremo de la plaza, y va muy bien armado. Más vale que corras: con un disparo del lanzacohetes o del fusil láser, estás muerto. Con el lanzacohetes, por su amplio radio de impacto y capacidad destructiva. El fusil láser requiere una mayor precisión, pero si te impacta... GAME OVER. Así que será mejor que huyas y prepares una emboscada. Pero has sido demasiado lento. Sigues encarado hacia Lecter, con lo que eres testigo de cómo un rayo púrpura vuela su cabeza, abatiendo al último de los Señores del Abismo.

lobo solitario kills lecter

No hay tiempo. No pienses. Corre hacia la catedral... no. Espera. Un fragtrooper con uniforme gris permanece de pie ante el gran portalón. Es él.

¡Dispara!

Tu ametralladora pesada escupe plomo; la ráfaga hace añicos el portalón; pero Lobo Solitario ya no está ahí. Ha entrado.

Te está esperando.

lobo solitario: te estoy esperando

Maldito hijo de puta. Irás a por él. Vaya que sí. Pero antes, recogerás el lanzacohetes que flota sobre los sprites que un día fueron Lecter. Quedan dos proyectiles. Suficiente.

Te encaminas hacia la tenebrosa edificación. El cielo continúa encapotado. Aún no llueve, pero pronto se oirán los truenos. A tus espaldas, Marilyn Manson y su ejército infernal te animan a que conviertas en pulpa a ese cabrón. Amén.

lobo solitario: hay dos cosas que debes saber antes de morir

Entras en la catedral. La oscuridad oculta a tu enemigo. Que se haga la luz. Disparas un cohete hacia el ábside del edificio. La zona comprendida entre el altar y el ala izquierda de la nave principal se convierte en un infierno.

lobo solitario: una: soy el mejor en este juego de vida y muerte. recuérdalo si volvemos a encontrarnos

Disparas de nuevo. Ahora, es el ala derecha la que vuela por los aires. No puede haber sobrevivido. A menos... a menos que estuviera agazapado tras alguna columna...

lobo solitario: y dos: ¡baja el volumen de una puta vez!

lobo solitario kills kaos

El señor Leandro apagó el ordenador y salió, satisfecho, del despacho de su hijo. Y pensar que hizo aquel cursillo de internet para la tercera edad porque la profesora se parecía tanto a Edith... La bonita Edith. La francesita que todos los mozos codiciaban.

El camino del exceso (o Siddartha v 2.0)

El camino del exceso (o Siddartha v 2.0)

Cuando el anciano y mil veces venerable lama Iddadehendra llegó a la pequeña aldea, acompañado por cientos de seguidores y discípulos, muchos fueron los jóvenes que sintieron en su corazón la llamada. Entre ellos se encontraba el humilde y discreto Dippendrha, que vio su pura alma conmovida al contemplar la gracia divina de cada pequeño gesto del lama y la sonrisa que adornaba su rostro, la sonrisa de quien ama todo lo vivo y se sabe cerca de Buda, destruido ya su ego y quedándole tan solo un millón de vidas por vivir hasta alcanzar por fin el Nirvana, el estado divino en el que el tiempo no existe, hecho ya el Uno con lo Eterno.

Fue por ello que Dippendrha adoptó los votos de los discípulos de Iddadehendra y vistió la túnica amarilla de los buscadores de la Verdad, y únicamente cuando los enormes y bellos ojos de Ambika, su amiga, se tiñeron de tristeza al recibir la noticia, Dippendrha sintió el veneno de la duda en su corazón. Pero tan sólo al final del camino escogido aguardaba el antídoto contra la duda, contra toda duda, así que se despidió de Ambika con una casta reverencia y partió hacia el bosque, donde el lama y su comitiva pretendían pernoctar unos días, para continuar luego con su peregrinación.

No fue ese el camino tomado por Yunus, amigo de la infancia de Dippendrha, que recibió con un encogimiento de hombros la decisión de su amigo, deseándole suerte en su búsqueda con una amistosa sonrisa. Ello entristeció a Dippendrha, que veía como Yunus malgastaba sus días en la taberna, disfrutando inconscientemente de los placeres de la bebida y el juego. Pero ese era el camino escogido por Yunus, si tal existencia podía considerarse camino, por lo que Dippendrha trató de transformar su tristeza en compasión, y se despidió también de su amigo.

Pasaron los días y tras los días los meses y tras los meses los años, y Dippendrha viajó por los polvorientos caminos de la tierra y por los polvorientos caminos de su alma, sin apenas prestar atención a los primeros (una ilusión de sus sentidos, al fin y al cabo), siguiendo los gráciles pasos del divino Iddadehendra. Cada gesto suyo era una caricia a la creación, su sonrisa una declaración de amor correspondido a todo lo existente, y Dippendrha se esforzaba en asemejarse al divinal lama, buscando en la meditación el vacío perfecto en el que el tiempo y la materia, por fin, no existían, y el alma se convertía en la flor más bella nacida de la materia más impura. Om mani pad me hum. Tales eran los trabajos en los que el esmerado Dippendrha encadenaba los días y tras los días los meses y tras los meses los años.

Tan solo las noticias que, de vez en cuando, llegaban de su pequeña aldea, rompían la armonía que Dippendrha se esforzaba, día tras día, mes tras mes, año tras año, en construir: su amigo Yunus había adquirido fama de crápula disoluto, yaciendo con cuanta mujer accediera gustosa a sus deseos, gastando el dinero obtenido en descastados trabajos en las tabernas y en el juego, calentada su piel más a menudo por la fría luz de la pálida luna que por los cálidos rayos del benigno padre sol. Yunus era amado por las mujeres y odiado por los hombres, excepto por las mujeres de los hombres con los que compartía vino y juego, y por estos últimos. Y Dippendrha, desde la lisa y recta senda que conducía al Nirvana, al fin del tiempo, no pudo más que sentir gran pena por su amigo de la infancia, hundido en el negro fango de un pantano sin senda que recorrer.

Y llegó el triste y a la vez jubiloso día en que el mil veces venerable lama Iddadehendra murió por novecientas noventa y nueve mil, novecientas noventa y nueve última vez, y lo hizo con su eterna sonrisa dibujada en el rostro. Una sonrisa que reflejaba la satisfacción de a quien todo lo que veía satisfacía, pues de todo conocía la naturaleza secreta; esa naturaleza secreta que Dippendrha trataba de hallar, esa eternidad sin tiempo que se escondía tras el constante incordio del momento, tras la incansable trampa del instante que a la eternidad, el fin y el todo de todo instante, negaba inundando los sentidos de colores, olores y sensaciones, que a los imperfectos sentidos, sensibles tan sólo a lo material y tangible, engañaban, ocultando lo inmaterial y lo intangible, la naturaleza secreta de todo lo existente, de lo eterno.

Y fue entonces, tras la muerte del lama, que Dippendrha, como aplicado discípulo con la misión de recorrer la tierra llevando a los hombres el mensaje de Iddadehendra, decidió volver a su pequeña aldea tras muchos días, muchos meses, muchos años, ausente.

Llegó una luminosa tarde, poco antes de la estación de las lluvias. Dippendrha había recorrido en peregrinación muchas tierras y atravesado muchas aldeas, pero ninguna de ellas había conmovido su espíritu como aquella en la que había nacido, al contemplarla allí, entre montañas, tras doblar el último recodo del camino. Sin prisas, entró en la pequeña aldea saludando con una reverencia a cuanto vecino se encontraba, reconociéndoles él a todos pero sin reconocerlo a él ninguno.

Dippendrha, sin saber muy bien porqué, se sorprendió sintiendo una incómoda turbación interior. Pero siguió caminando.

Chiquillos que no habían nacido cuando él partió jugaban escandalosamente en la embarrada calle, deteniendo la mayoría sus juegos para contemplar, sonrientes y curiosos, al extraño extranjero de amarilla túnica. Uno de esos niños llamó poderosamente la atención de Dippendrha por sus enormes y bellos ojos; los mismos enormes y bellos ojos de Ambika, su amiga. Y su turbación aumentó, por lo que Dippendrha, guiado por un involuntario e irresistible impulso, sintió la necesidad de atravesar con rapidez la pequeña aldea, y recuperar la serenidad perdida en algún rincón apartado. Junto al río, por ejemplo. Y hacia allí se dirigió.

Pero junto al río no le aguardaba la serenidad perdida sino Yunus, que dormía la borrachera bajo un árbol. Dippendrha sintió una alegría desbordante al contemplar a su amigo, al que suavemente, con una sonrisa, despertó.

Yunus abrió los ojos somnoliento y, tras unos instantes de desconcierto, estalló de júbilo.

-¡Dippendrha!- exclamó. Y los dos amigos se fundieron en un abrazo.

-¡Dippendrha, amigo, qué alegría verte!- continuó Yunus, deshaciendo el abrazo para poder observar el rostro de su amigo.-¿Cómo ha ido tu peregrinación?¿Encontraste lo que buscabas?

- Lo que busco no es fácil de hallar en una vida, y quizás tampoco en varias. Pero, a veces, no es tan importante llegar al destino como hallarse en el camino- contestó Dippendrha.- No es fácil abrir el tercer ojo con el que contemplar lo intangible y lo eterno...

- Pues yo sí que he estado abriendo algún tercer ojo que otro...- respondió Yunus con una pícara sonrisa que Dippendrha, desconcertado, no estuvo muy seguro de haber comprendido.

- Ya, bueno...- prosiguió Dippendrha.- Algunas noticias me han llegado en todos estos años acerca de ti, Yunus, y la verdad es que no han sido en absoluto de mi agrado y me han provocado profunda tristeza.

La sonrisa alegre de Yunus desapareció de su rostro.

- Me dijeron que dedicabas tus días y tus noches a la bebida y al juego, gastando tus exiguas ganancias en complacer a tus amigos de taberna, y que yacías con toda mujer que accediera a tus deseos, ya fuera por vicio o por inocencia...- continuó Dippendrha con una mezcla de compasión y firmeza en su voz, mirando a Yunus fijamente a los ojos.- Que te has dejado llevar por tus impulsos egoístas, siendo amado por los pecadores y compadecido por los virtuosos...

- Si tales virtuosos me compadecieron, como dices, muy virtuosos no debían ser, pues, al igual que tú, pecaron de soberbia.¿Acaso ellos y tú, al atreveros a juzgarme, no estáis pecando de ella?

Dippendrha miró a su amigo, desconcertado.

- Dices que me he dejado llevar por mis impulsos egoístas...- continuó Yunus.- Pero,¿no partiste tú tras los pasos del lama pensando únicamente en ti mismo?¿Tuviste en cuenta los sentimientos de los demás?¿Los de Ambika, por ejemplo?

Los ojos de Dippendrha se abrieron más, mientras escuchaba atentamente a su amigo.

- Si lo que querías era destruir tu ego, empezaste mal... pero no era yo nadie para juzgarte.

- Pero yo escogí el camino que podía llevarme a la destrucción de ese egoísmo, hacia lo eterno y lo verdadero- se defendió Dippendrha.- Tú buscaste solo el disfrute del instante, viviendo en un egoísmo continuo y...

- Como ya te he dicho antes, todos, incluido tú, vivimos en un egoísmo constante. Tú te has preocupado de tú interior y yo de mi exterior, con la única diferencia de que yo no he juzgado si tu camino era el correcto o no, porque era el tuyo, y tú sí has juzgado el mío. Además, tu búsqueda de la verdad no causaba ningún mal a nadie... excepto a Ambika, quizás, pero eso ya no importa. Por otro lado,¿qué hay de malo en disfrutar del instante?¿Porqué tanta prisa por llegar a la eternidad?¿Qué importa llegar antes o después a donde ya no existe el tiempo? Personalmente, me parece una idea un poco estúpida, la verdad...

Dippendrha no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.

- Hablas de las mujeres con las que he yacido como de viciosas o ingenuas, negándoles el derecho al goce como si eso fuera de tu incumbencia. Como si el goce fuera malo. De nuevo, soberbia. Y hablas de mis amigos de taberna dando más importancia a la palabra taberna que a la palabra amigos, lo que, en verdad, como amigo tuyo, me apena.

Dippendrha trató de responder a eso, pero las palabras no acudían a su boca.

- Tú decidiste buscar la eternidad, y yo el fugaz momento. Y pocas veces mi alma se ha conmovido, ante tanta belleza, como en el momento en que contemplo, con mis ojos y con mi cuerpo, a una mujer disfrutando de un instante de gozo pleno; un instante en el que ni para ella, ni para mi, existe el tiempo o la muerte. Si eso no es la eternidad, que baje Buda y lo vea.

Dippendrha contemplaba en silencio a su amigo, que admiraba ausente la corriente del río mientras hablaba.

- Y esa eternidad se encuentra bajo muy diversas formas, pero todas bajo la conciencia plena de lo eterno de un instante, y de lo fugaz de lo eterno.

Yunus miró de nuevo a Dippendrha, que contemplaba a su amigo como nunca antes lo había hecho. La alegre sonrisa de este había vuelto a su rostro.

- Porque ese es el problema que tiene la eternidad: que dura muy poco.

Las palabras de Yunus causaron una fuerte impresión en Dippendrha, que, por vez primera, olvidó buscar la eternidad para detenerse en el instante. Detenerse a contemplar la preciosa tarde en la que se había reencontrado con su amigo, sentir, por vez primera, los cálidos rayos del sol en su rostro, sentir, por vez primera, el frescor de la hierba bajo sus pies. Una tarde perfecta en la que el río, los árboles, las montañas, eran él mismo y él era todo eso, pues él formaba parte de esa tarde, de ese paisaje, de ese instante, como formaban parte de él el río, los árboles, las montañas. Ese instante, ese fugaz momento, se volvió eterno cuando Dippendrha se convirtió en parte de él.

Y Dippendrha, al descubrir por vez primera la belleza de todo ello, sonrió como nunca antes lo había hecho, pues su sonrisa era una declaración de amor correspondido a todo lo existente, y reflejaba la satisfacción de a quien todo lo que veía satisfacía.

Al fin y al cabo, el lama Iddadehendra había sido un pringao. Tan solo le quedaban un millón de vidas por vivir.

Un cuento cyberpunk

Un cuento cyberpunk

El tipo miró la hora. Aún tenía tiempo. Se sentó en el sofá y partió el cigarro, sacó el papel, tomó la piedra. En el televisor, seres atrapados en el tiempo daban las noticias en el canal 24h.

El tipo quemaba la piedra y se acordó de algo: el café estaba en el microondas. Allí, a lo lejos.

El tipo consideró si era mejor ir a por el café o quedarse como estaba, lo consideró un buen rato, no tenía prisa, hasta que olvidó la pregunta.

Y, a todo esto, ¿qué hora era?

Vaya. Era la hora. Tenía que ir a currar.

El tipo suspiró, pegó un calo, se levantó del sofá. ¿Dónde estaban las zapatillas? Daba igual, con los calcetines iba bien.

El tipo se dirigió hacia el ordenador y examinó la lista. Y lo que vio era bueno.

Y apretó el play.

Y en el bar estalló la locura.

El hombre con una viga en la cabeza

 

Había algo extraño en ese hombre. Al principio la gente no se detenía a mirar, caminando con la ensayada prisa de una mañana soleada y fría de invierno. Pero había algo extraño en ese hombre que distraía por un momento a los viandantes de sus inexpugnables tribulaciones, y ese algo removía una curiosidad domesticada con el transcurrir de los días, pero latente.

Ese hombre tenía una viga de acero atravesándole el cráneo. Una viga grande, gruesa, que clavaba al hombre en la acera, manteniéndole en pie pero en una posición que se diría retorcida y grotesca. Pero bueno, qué más da, se preguntará el lector como se preguntaban las anónimas gentes de bien testigos de tan extravagante comportamiento; al fin y al cabo cada uno es libre de hacer lo que quiera con su cuerpo si no hace mal a nadie. Pero eso es solo teoría, una buena idea manipulada por los hipócritas que se amparan en el respeto como se ampara cobarde el avestruz en la tierra. Una idea que protege del miedo a lo desconocido, que deja de dar miedo cuando se conoce. Porque las mentes de esas gentes de bien, como ahora la mente del lector, se hacían preguntas tendenciosas acerca del hombre con la viga en la cabeza. Algunas eran visibles en las muecas de desaprobación que los viejos hacían al pasar por su lado, mostrando un desprecio que, tras tantos años, se habían cansado de ocultar, total ya pá qué. Otros se detenían junto al hombre con la viga en la cabeza mirándole desafiantes a los ojos, vacilones pero cautos, enseñando los dientes mintiendo la distancia, como babuinos que no se atreven a bajar del árbol. Quien se había creído que era ese pimpín para hacer... eso, lo que quisiera que fuera pero que no entendían, motivo suficiente para coger una tibia de gorila y chillar dando saltos. Pero el hombre con la viga en la cabeza permanecía indiferente, con la mirada desorbitada contemplando el vacío en la misma posición grotesca, quizás era un tipo extravagante pero no carecía de valor, sin duda, y los sheriffs de pelo a cepillo y rieju no se iban, le perdonaban, deseando llegar para contarlo a Casa Paco.

Pero no todo es desconfianza y rencor en el corazón de los hombres y los viejos, aún la inocencia de la curiosidad puede enmascararse de preocupación y caridad cristiana, y la inocencia, como su propio nombre indica, es inocente. Así que una mujer mayor, víctima de un repentino flashback que la devolvió a cuarenta y ocho años antes, Madrid, España, 1959, Amparo llora en las escaleras de la casa para madres solteras de las monjas de la caridad sosteniendo a su bebé en brazos, y aquel hombre, cortés, le enseña a Amparo la cara y la frase a usar en estos casos:”¿Le ocurre algo?”. Y aunque, sin duda, aquel hombre cortés no era detective, no era necesaria en estos casos tanto la perspicacia como la sutileza, así que la señora mayor, que se llamaba Antonia, se acercó al hombre con la viga en la cabeza y le dijo, poniéndole la mano en el hombro como hizo aquel señor:”¿Le ocurre algo, joven?”(Antonia siempre había tenido una vena creativa reprimida, no exenta de cierto gusto por la provocación).

Tanta amabilidad y sutileza no conmovió al hombre con la viga en la cabeza, que permaneció impasible, con la mirada perdida, como si no fuera con él la cosa. Como si oyera llover. Pero ello no convirtió la generosidad desinteresada de Antonia en fundamentada (de fundamentalista) ira. Igual estaba drogado, igual el hombre con la viga en la cabeza era yanqui, así que Antonia, reforzada por la magia del escenario al saberse contemplada por los otros transeúntes, vanidad vana ya que para los otros transeúntes era ella mera excusa para enfrentarse a lo desconocido, al hombre con la viga en la cabeza, Antonia, digo, dijo:”¿Se encuentra bien?”, para luego, utilizando un recurso fácil teniendo en cuenta su ética de artista, añadir:”¿Le ocurre algo?”.

De nuevo, el hombre con la viga en la cabeza no dijo esta boca es mía. Ni nada.

El tumulto formado por los curiosos alrededor del hombre con la viga en la cabeza no tardó en llamar la atención de Jaime, número de placa 783889 y dos números más, agente municipal emparentado con la familia de los funcionarios rama expeditiva (de pedo), y joder, no, tenía que ser hoy, en su turno, cuando estallara el caos y la tercera república en su zona de patrulla, se había formado un alboroto en su calle, seguramente mediante sms, esas madres volviendo de comprar el pan podían estar armadas, esos cochecitos de bebé podían ocultar racimos de ántrax, viñedos enteros, ese parvulario lleno de niños podía ser la tapadera de un campamento de entrenamiento terrorista de esos que salen en la tele, contradictoriamente llenos de pistas americanas, o quizás por eso mismo. Esos obreros de la construcción que contemplaban entre ostiaputas y lahemoscagaomisters la rotura de la sujeción de un elevador de vigas gruesas de acero podían formar una célula durmiente con mal despertar, sin duda alguna cancerígena para el maltrecho recto de occidente, putrefacto de tanto cagarla. Pero no. Como descubrió Jaime con alivio, tan solo se trataba de un tipo con una viga en la cabeza, seguramente un panc. Los polis de verdad, los que estaban en las calles, los llamaban pancs. No punquis, como esos pisaverdes que tramitan los dni o los pasaportes. No. Jaime sabía reconocer a un antisit... antitit... antisistema cuando lo veía, al fin y al cabo era un poli de verdad, de los de raza, de los que sacrifican materia cerebral para concentrar todas sus energías y facultades en ver lo que los indefensos e ignorantes ciudadanos no ven y en resolver tales situaciones, actitud propia de quien ha mirado a los ojos a la muerte y por eso tiene la mirada como muerta, como vacía de inteligencia, como de vaca, pero no, eso es porque ha mirado a los ojos a la muerte. Una raza que se estaba perdiendo, los nuevos agentes que estaban saliendo de la academia incluso leían, eso es real. Pero él no, real sí pero no leyó nunca un libro, total pá qué, y sabía qué hacer. Así que se dirigió al hombre con la viga en la cabeza, disfrutando del silencio que siempre una de sus apariciones provocaba, mezcla de respeto y miedo, y, apartando a un lado a Antonia, soltó johnwaineante la frase que todo agente de la ley llevaba grabada a fuego en su alma:

“Buenas tardes”.

Eran casi las doce del mediodía, pero la tradición es la tradición. La fuerza dramática de “buenas tardes” no es comparable al anodino, por ingenuo, “buenos días”.

El hombre con la viga en la cabeza, desafiante, no contestó.

Los más viejos del lugar (esquina García Noblejas con Alcalá) movieron apesadumbrados la cabeza, dispuestos a disfrutar del espectáculo. Total ya pá qué.

Jaime maldijo colérico al hombre con la viga en la cabeza, lloró desconsolado de rabia y gritó al cielo porqué, porqué Dios tanto castigo, porqué estás pruebas, Dios, Diooooooooos, porqué no me matas, Dios, porqué no me matas de una vez y acabamos con esto, pero lo hizo para sus adentros. Por fuera, su rostro era una escultura de hielo, impasible el ademán. Y Jaime, sonaron las doce en el carillón de la tienda de todo a cien, decidió jugarse el todo por el todo. Las cartas sobre la mesa. el último recurso. Hay un momento en la vida de todo hombre etc. Era arriesgado pero podía funcionar. Mascó las palabras antes de escupirlas:

“Buenas tardes”.

Una pausa dramática sobrevoló la escena, se hizo el silencio en la calle (el semáforo estaba en rojo), dilo, pensaba Carlos, ayudante de notario, virgen a los cincuenta y cuatro, no tienes porqué luchar, contesta al policía y todo irá bien. Sí, todo irá bien.

Pero el hombre con la viga en la cabeza no respondió. Se limitó a seguir ahí, en una contorsión imposible que era un grito de desafío al orden establecido, a la mismísima Creación. Aquella situación tenía algo de satánico, y el miedo atenazó los corazones de los allí presentes esa tarde si tarde es a partir de las doce del mediodía y no después de comer. Los allí presentes sabían que Jaime había hecho lo que debía, lo que se le exige a un policía, pagaban sus impuestos para que supiera qué hacer en esos casos, le había dicho “buenas tardes”,¡le había dicho buenas tardes dos veces, por el amor de Dios! Y la duda afligió con su látigo de pánico a todas las personas humanas que allí estaban y a Jaime también.¿Si la policía no era capaz de hacer nada con el hombre con la viga en la cabeza, quién podría? Ellos eran simples amas de casa, simples repartidores de propaganda buzón a buzón, simples crackers de la banca con acciones multimillonarias en empresas multinacionales, no estaban preparados para el hombre con la viga en la cabeza, nadie lo estaba.

O quizás sí.

Déjenme pasar, soy médico, se escucho entre el gentío.

Claro. Un médico. Quizás un médico era el único que podía resolver el enigma del hombre con la viga en la cabeza, devolverle la mirada al abismo de la propia ignorancia, sentimiento atávico y animal aprendido en las cavernas que resurgía con una fuerza ancestral entre un grupo de curiosos en la esquina García Noblejas con Alcalá. Sí, un médico. Había ido a la universidad y todo, él sabría qué debía hacerse.

El mar de curiosos se abrió al mesiánico galeno; todas las personas y Jaime se apartaron cuando aquel avanzó con noble porte hacía el hombre con la viga en la cabeza, hacia lo extraño, aleph de periferia, monolito de extrarradio.

El médico examinó al hombre con la viga en la cabeza con la gravedad en el rostro propia de un profesional, la multitud contuvo sonoramente la respiración cuando le rozó levemente con sus dedos al examinar sus ojos, agachado pero digno.

“Este hombre está muerto”, sentenció.

Un murmullo de asombro recorrió el gentío. Así que era eso.

Más tarde, algunos de los presentes ahí reunidos comentarían distraídos que ellos ya lo sabían. Otros lo dijeron como quien no quería la cosa, introduciendo el tema en la conversación sin venir a cuento con el objetivo último de impresionar a sus interlocutores, que disimularon su asombro y su envidia con una muy ensayada indiferencia, no fuera la sorpresa a delatar su ignorancia, algunos respondiendo que ellos vieron a un muerto cuando viajaron a Tercermundolandia, tienes que ir, una experiencia imposible de explicar (no entendieron nada al fin y al cabo, qué coño iban a explicar, pero unos colores increíbles), y los otros asintieron como vieron en las películas que asentaren los hombres de mundo que hubieran o hubiesen querido aparentar ser, dejando que el autohalago enmascarare la rabia. Cambiaron de tema, maldición.

Todo se hizo diáfano para aquel grupo de hombres y mujeres que se habían enfrentado a las tinieblas de lo desconocido y habían regresado con el premio de la sabiduría. Aquel grupo de valientes conocían el papel que el destino les había obligado a interpretar y vive Dios que lo interpretarían hasta la sobreactuación, voto a tal. El policía, el médico, el cadáver, la ancianita, el gentío; era perfecto.

Jaime lo hizo. Se volvió hacia los presentes, y dijo:

“Muévanse. Aquí no hay nada que ver”.

Jaime ya podía morir en paz. Había dicho la frase.

Y el gentío se movió. Algunos se abrazaron profiriendo diosmíos, otros apartaron la mirada sollozando nopuedoverlos, otros contemplaron al otrora amenaza ahora víctima hombre con la viga en la cabeza silbando pobre, tan jovens, pero todos hicieron su parte.

Pronto la inquietud empezó a extender sus tentáculos entre los allí presentes, excepto en el hombre con la viga en la cabeza.¿Qué debían hacer ahora? El hombre con la viga en la cabeza no podía quedarse ahí eternamente, tendrían que hacer algo y necesitaban a la persona adecuada para ese trabajo...

Así que Jaime llamó al juez, que para eso era policía.

El juez Amparanoio Uzuluagantonio Marquezsoria, que también caga, llegó al lugar de los hechos a las 12:43 junto al médico forense, Juan. A las 12:44 el médico forense Juan determinó que, sin lugar a dudas, el hombre con la viga en la cabeza había muerto a consecuencia de un traumatismo absoluto general y multiencefálico categórico y rotundo ilimitado y total con devastación severa, sin duda provocado por impacto de una viga en la cabeza.

A las 13:08 terminó la frase. A las 13:07 el juez Amparanoico Azulgantonio Balmezsoria, que no deja terminar las frases, ordenó el levantamiento del cadáver. Ante la cara de circunstancias de la multitud allí reunida, la cara aquella de sí, claro, levantar el cadáver, pues venga, si se ha de levantar se levanta, ¿no? el juez Amparanoias Zuluagantoño Marcosanchez, merced a su experiencia avalada por los muchos años ejerciendo su oficio, el juez Andrómedes Zulguntonias Martinezcampos, digo, concluyó que lo mejor, en estos casos, es llamar a una funeraria. Ellos sabrían qué hacer. Era su trabajo.

Pero el extraño caso del hombre con la viga en la cabeza no terminó allí.

El extraño caso del hombre con la viga en la cabeza llamó la atención de numerosos medios y expertos en diferentes materias. Así, fueron reveladoras las declaraciones del experto en dar opiniones de psiquiatría en la tele, el psiquiatra Mercader Chaquetas, cuando afirmó rotundo que, con una viga atravesándote el cráneo, es imposible pensar, y alertó a los atemorizados padres sobre la posibilidad de que sus hijos se sumerjan en el infierno de las vigas de acero atravesándote el cráneo. Y cobró por ello.¿Porqué no? Él sabía lo que tenía que hacerse, era su trabajo.

La clase política no pudo permanecer indiferente ante el asombroso caso del hombre con la viga en la cabeza, y el gobierno se comprometió a liberar de la lacra de las vigas de acero a la sociedad, tomándose medidas inmediatas como, por ejemplo, la detención de numerosos edificios con vigas de acero en sus estructuras, aumento del gasto del Estado en policías y cámaras de seguridad que vigilaran cualquier movimiento sospechoso de las vigas en todas las calles, en todas las casas, en todas las máquinas de tabaco (en estas últimas especialmente, de todos es sabida de la propensión de las vigas de acero al tabaquismo), y modificando leyes que les permitieran llevar a la cárcel vigas de acero, creando así un peligroso precedente: primero serían las vigas, ¿y luego? ¿Quien sería el siguiente? Que Dios se apiadase de las tostadoras si a alguna de ellas se le ocurría caer en una bañera. La oposición se dedicó a vociferar que tales medidas eran cortinas de humo para ocultar que los miembros del gobierno vivían en casas con vigas de acero y que iban a vender el país a la industria siderúrgica, que se vio beneficiada por la campaña publicit... digoo... de desprestigio iniciada por la clase política. A los que sugerían que quizás las vigas no tenían la culpa, que quizás la culpa era de la ley de la gravedad (la mayoría de estos eran jipis de letras que odiaban lo que no entendían) se les acusó de amigos de las vigas de acero, así que se procedió a la clausura de sus locales sociales, es decir, sus bares, tildándose sus publicaciones y medios afines de “propaganda viguista”, provocando así que los jipis de letras se reafirmaran en sus ideales acerca de las bondades de las humanidades.¿Y porqué no? Los políticos sabían lo que tenía que hacerse en estos casos, era su trabajo.

El archimegacardenal supremoapiñón másmola Ronco Pasarelas proclamó, solemne y haciendo honor a su nombre, tras el vuelo entre la espesa niebla de las siete, que si el hombre con la viga en la cabeza había sido bueno iría al cielo, y que si había sido malo al infierno, y cobró por ello (el archimegacardenal, no el hombre con la viga de acero en la cabeza), aunque Dios desaprobaba el atravesarse el cráneo con una gruesa viga de acero, y culpaba de ello a un demasiado moderno modelo de sociedad descreído, decadente, ateo y maricón, al que, como no le hacia caso, ponía morritos.¿Y porqué no? Él sabía qué opinaba Dios en estos casos, era su trabajo, y su trabajo peligraba. Amén.

El Rey del Bourbon, interino con plaza fija en la historia y espejo de funcionarios que aspiran a una eterna hora del desayuno, por su parte, mensajeó a los españoles todos en esas fechas tan entrañables.¿Y porqué no? Él sabía lo que tenía que hacerse en esas fechas tan entrañables.

Los españoles todos, por su parte, hicieron su alineación perfecta para la selección nacional.¿Y porqué no? Todos y cada uno de ellos sabía lo que tenía que hacerse con esos vagos.

El economista comunista

Andrés estudió economía para salvar el mundo. Era realista, sabía como funcionaban las cosas, no como esos pijos que iban de jipis pero que, con la excusa de estar en contra del Sistema y querer cambiar el mundo, no daban un palo al agua y vivían de forma “alternativa”: alternaban la kasa okupa con la casa de sus padres.

Andrés no. Andrés era master en economía por la UPD con estudios de postgrado en la UFI a los veinticinco años, pero de izquierdas. Un rebelde. A él no le habían regalado nada. Rechazó el dinero de su padre y se pagó la carrera trabajando duro, los veranos, en la consultora del mejor amigo de su padre, y socio mayoritario de la empresa en la que ahora se encontraba, en su primer día de trabajo, deseando cambiar el mundo. Porque Andrés estaba concienciado: había obtenido las mejores clasificaciones en Ética y Responsabilidad Social Empresarial, formaba parte de una nueva generación de economistas preocupados por la clase obrera, por los derechos de los trabajadores, en otro tiempo rivales, ahora aliados en la tarea de componer el perfecto mandala de la sociedad de consumo: compartamos los televisores de plasma, disfrutemos todos del placer de conducir un gama alta; gastad, os lo pondremos fácil. Ya no existen las cartillas de ahorro, ahora tenemos las cuentas superplus. Disfrutad ya y pagad en trescientos sesenta cómodos plazos. Y nos enrollamos con la juventud: facilidades para pedir hipotecas a cincuenta años de interés variable a pagar con el 70% del sueldo de ambos (porque lo natural, por supuesto, es vivir en pareja) pero, eso sí, os libramos del impuesto de tasación y, atención, ¡a no pagar hasta septiembre! Para que os podais ir de vacaciones, perdón, ahora lo llaman viajar.

Sí, Andrés creía en las posibilidades de este mundo regido por El Sistema. Así, en mayúsculas. Ese Sistema que los jipis criticaban en los botellones cuando eso era lo único por lo que sabían luchar: los botellones. O como esos fascistas de extrema izquierda que, alegando mejoras sociales, querían acabar con la libertad del pueblo soberano de no permitir que asesinas en su irresponsabilidad abortaran, que el país fuera invadido por delincuentes que decían venir a trabajar pero a los que nunca veías en la obra, en los talleres, en el campo, en restaurantes y cafeterías, sino delinquiendo por ahí; la libertad de no permitir que los maric… perdón, enfermos, hicieran oficial su relación (¡suficiente era tolerarlos! Porque Andrés era tolerante), o que hubieran separatistas radicales cargados de odio que, envueltos en su supuesta pero ficticia bandera, que nada representaba en comparación a la gloriosa y entrañable ondeando en la mañana rojigualda, reivindicaban su abstracta nacionalidad con fanatismo ciego, no reconociendo que pertenencían a España! España! España!

Andrés era de izquierdas, un amante de la libertad, por eso odiaba a los nacionalistas. Y a los que decían que eran de izquierdas y querían un mundo mejor, pero no hacían nada por cambiarlo. No como él. El Sistema era un gigante formado por millones de seres humanos donde, día tras día, y sincronizándose con la precisión de un reloj, todas las piezas, desde las más pequeñas (los antaño trabajadores, ahora consumidores) a las más grandes (él) eran importantes para que el mundo siguiera girando. Y si querías realmente cambiar el mundo, mejorarlo, tenías que esforzarte. No como los jipis, o esos que, por vagos, por no haber estudiado, ahora tenían que levantarse cada día a las cinco o seis de la mañana y atestar solitarias paradas de autobus en frías madrugadas, malgastando sus vidas en una rutinaria sucesión de días iguales unos a otros, no pudiendo ver crecer a sus hijos para poderles comprar la playstation, aunque fuera la 2, viviendo hacinados lejos del sol en barrios con vistas al centro comercial (de nada) y antena de telefonía móvil en el tejado.

No. Él no era como esos vagos. Él era de izquierdas. Un rebelde.

Y en ese círculo poliédrico y perfecto que era El Sistema, se acoplaba con la precisión intrínseca del Sacramento de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo son uno y son tres, la economía. Sistema y economía eran uno y eran dos. Por eso él era economista: porque haciéndose uno con la economía se hacía uno con El Sistema, no lo destruía sino que lo transformaba por dentro utilizando sus mismas reglas; era como Bruce Lee y el kungfu, como cuando el bueno se enfrenta a su reflejo oscuro y se une con él para neutralizarlo y hacerse más fuerte; como Luke Skywalker, como un samurai. Como un marine de los que van en misión humanitaria a instaurar la paz por tierra, mar y aire, a llevar la democracia y mostrar a los pueblos oprimidos la grandeza del pacífico y civilizado occidente, de su Sistema, abriendose paso valientemente con tanques, zonas de seguridad, cacheos y controles, asesinatos indiscriminados, violaciones, robo de materias primas y expolio de obras de arte, formación de gobiernos títere no representativos elegidos a dedo y dependientes militarmente de una fuerza invasora.

Por la libertad. Por la economía. La misma cosa, al fin y al cabo.

Sí, Andrés era como uno de esos marines, un guerrero en un mundo de épica medieval, una armadura era su traje, una espada su corbata. Y entrando en el sistema podía cargar contra los verdaderos gigantes que hacían de éste un mundo imperfecto, no como esos ilusos que los confundían con molinos; él podía actuar, podía ayudar a resolver las injusticias del mundo utilizando El Sistema, el poder que éste proporcionaba; porque, era evidente, El Sistema no era del todo justo. O, mejor dicho, no era justa la utilización que la humanidad hacía de él, y nada indignaba más a Andrés que la injusticia: la caza de las ballenas, por ejemplo (aunque no caía en la ciega demagogía de condenar la caza y los toros, actividades ambas que contribuían a la conservación de especies que, si no fueran abatidas a perdigonazos o apuñaladas hasta la muerte, ya estarían muertas), la desforestación del Amazonas (la del pueblo costero donde tenía el chalet no importaba; al fin y al cabo, poco debía aportar un bosque de pinos mediterráneo a la capa de ozono), o la conservación del patrimonio (para lo cual nada mejor que donar dinero a la iglesia católica, ya que, culturalmente hablando, España era un país de arraigada tradición cristiana, firme y robusta como uno de sus emblemáticos campanarios, la Giralda, y dejar el patrimonio en manos del ministerio de cultura era peligroso, porque solía estar en manos de uno de esos jipis que decían querer cambiar el mundo pero llegaban a ministros de cultura, esto es, unos vagos chupópteros, como todos los artistas (otros que vivían de espaldas a la realidad), provocando con su pésima gestión que se perdieran bienes culturales que la historia puso ahí, buena o mala nuestra historia, nuestra cultura, algo vivo, cuyas raices se hundían en un pasado común y por tanto a conservar, aunque para algunos rencorosos la historia fueran aún sus recuerdos, la cultura las cartas y documentos expoliados por los asesinos de sus abuelos, el pasado la mañana en la que se llevaron a sus padres).

Sí, ahora Andrés estaba en El Sistema pero era un economista moderno, de nueva generación, como su móvil, como su ordenador, como su coche, como su agenda electrónica, como su blackberry, como su Ipod, como su consola, como su cámara de fotos y video, como sus videos porno de internet.

Sí, Andrés vivía al límite como el joven desenfadado y vital que era, el mundo era suyo pero se preocupaba por los pobres como un moderno Robin Hood, que, pese a pertenecer a la nobleza, ayudaba a los plebeyos. Como Bruce Wayne.

Iban a tener todos casas dignas. Y cuando decía “todos” quería decir “todos”; por eso se construían tantas viviendas. Hasta en el desierto. Y campos de golf, para que pudiera jugar todo el mundo, hasta los que vivían en el desierto (la ecuación era perfecta, beneficio para los ciudadanos y beneficio para las grandes constructoras que daban trabajo a esos ciudadanos). Segundas residencias para todos en la montaña, con el consiguiente provecho para la población rural, hasta ahora condenada al exilio urbano, aún a costa de esas mismas montañas que constituían su riqueza. Todos viviendo como millonarios, la igualdad definitiva. El comunismo capitalista.

Y, por fín, había llegado el momento de hacer de éste un mundo mejor: Andrés tenía ante sí su primera tarea.

Nuestro héroe estudió los informes y sintió cierta decepción: debía comprobar la viavilidad de una operación de venta de stock interno entre oficinas satélite (ISSISO), una operación rutinaria, no sería fácil ayudar al mundo y a las ballenas con un asunto a primera vista anodino, pero pronto se animó al comprobar que la oficina satélite se encontraba ubicada en un país del tercer mundo: las Islas Caimán.

Pobres negritos. Se le presentaba una magnífica oportunidad de hacer el bien, así que Andrés se puso manos a la obra: resultaba que la oficina satélite del tercer mundo estaba sufriendo graves pérdidas, seguramente debidas a la frágil economía del país, y devolvía grandes cantidades de stock que viajaban cada cierto tiempo, sin ser desembaladas, con la compañía de transportes de otro amigo de su padre que ingresaba por ello cantidades millonarias (otra vez el círculo perfecto de la armoniosa economía), y la oficina central se veía en la penosa obligación, asumida a juzgar por los implicados personalmente en la operación, por miembros de las muy altas esferas, a invertir en la desdichada oficina de las Islas Caimán grandes cantidades de dinero; muy grandes si se tenían en cuenta el valor en bolsa de las acciones que Andrés poseía de su empresa (Andrés invertía en bolsa porque no le gustaba el dinero, y solo lo quería para, precisamente, no tener que preocuparse por él; Andrés era también un bohemio), pero le habían asegurado que sus inversiones estaban a salvo, y reforzaba su confianza en la empresa, en El Sistema, el ingreso en su cuenta corriente de un importante bonus valorando por adelantado su profesionalidad y discreción, habiendo sido felicitado (¡personalmente!) por alguno de esos ilustres miembros de las altas esferas, la operación personalmente elaborada por los cuales (Personal Acting Master Section Advising, PAMSA) comprobaba.

Y era una operación impecable, matemáticamente excelente, todo encajaba con la precisión de una melodía perfecta, la exactitud en el detalle y el todo de un mandala tibetano; Andrés lo sabía porque también viajaba. Era un hombre de mundo, y un romántico.